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En las profundidades de "les Gorges du Tarn y de la Jonte"

  • Foto del escritor: Nomadea
    Nomadea
  • 26 feb 2020
  • 9 Min. de lectura

Tras casi dos meses habitando las solitarias tierras de Lozère, llegamos a la conclusión de que lo más lindo que hay en este lugar (además de la gente que saluda por la calle) son las Gargantas de los ríos (gorges en francés). En esta oportunidad, el post está dedicado a las del Tarn (Gorges du Tarn) y de la Jonte (Gordes de la Jonte).

Tras la retirada del mar a finales del Jurásico, se formaron inmensas fallas por el empuje de los macizos Pirineo y Alpes, las cuales, al ser recorridas por el río, se hicieron más profundas dando origen a un paisaje de cañones, abismos y grutas espectaculares con grandes árboles y variedad de aves. Es un paisaje reconfortante que deja sin aliento a cualquiera (ya sea por su belleza o su empinado acceso), y su gran amplitud se puede apreciar desde la cima de los acantilados.

Los pueblos que se instalaron a lo largo de los ríos poseen un encanto verdadero que se adapta perfectamente a la armonía del lugar. Casas de piedra, que con el paso de los años fueron ganando musgos y líquenes, agregan aún más color. Cascadas que surgen de entre las casas añaden un toque aún más místico y callejones angostos se adaptan a los caprichosos desniveles del terreno.

SAINT-ÉNIMIE

Nuestro recorrido empezó por Saint-Énimie, uno de los poblados más importantes y grandes de la zona (aunque realmente cuando lo conoces este último no es un calificativo que se adapte a las aldeas de por ahí).

El origen de este acogedor pueblo medieval se entrelaza con la historia Énimie, la hermosa hija del rey Clothar II (de la dinastía Merovingian) a quien todos querían esposar debido a sus virtudes físicas y su importante familia. Sin embargo, esta mujer no quería saber nada de hombres, el único que llenaba su corazón era Dios. Para librarse del casamiento decidió rezarle a su todo-poderoso, implorándole que la ayudase a parecer fea ante la gente y no despertar el deseo de los solteros del reino. A los pocos días de su conversación con el supremo, Énimie contrajo lepra y a partir de entonces no había quien quisiera arrimarle el bochín.

El padre, velando por la salud de la princesa, la envió a bañarse en las aguas cristalinas de los ríos de Gévaudan (actual departamento de Lozère). Durante semanas la muchacha sumergió su cuerpo en los gélidos arroyos sin obtener cura alguna. Pero un día, tuvo una especie de iluminación o recibió un mensaje del más allá advirtiéndole que esa cura mágica se produciría sólo si bañar su cuerpo en el agua que corría al pie del pueblo Burlats (actual Saint-Énimie); y así es como se recuperó. Para desgracia de Énimie, estaba obligada a casarse y ya tenía un Príncipe que la estaba esperando.

Triste regresó a su hogar para contraer matrimonio con un importante hombre de la nobleza. Sin embargo, el final no era el que todos esperaban, ella volvió a infectarse de la misma enfermedad y no se casó (o Dios era muy celoso, o ella andaba en cosas raras con leprosos, o todo eso era una falsa). El caso es que regresó a Burlats para tratarse y tras gozar una vez más buen estado de salud, se instaló en el pueblo para siempre y entregó su vida a Dios. Cuando murió, su hermano Dagoberto fue a buscar los restos de su cuerpo para enterrarlos en su Basílica de Saint-Denis, pero las monjas le dieron las reliquias de Énimie, su sobrina. Así que el cuerpo de la Énimie de la historia, siguen estando en esta zona.

La primera vista que tuvimos del pueblo de Saint-Énimie fue excelente; veníamos por un camino muy alto y cargado de curvas, cuando de repente apareció en la profundidad del cañón un lugar enmarcado por dos angostos ríos, con un puente de arcos y rodeado de vegetación, es decir Saint-Énimie.

Antes de llegar, paramos en un pequeño mirador para contemplarla y recorrer con la mirada los pasadizos de su plano medieval. Desde ese lugar confirmamos una cosa y descubrimos otra. Por un lado, reafirmamos que Saint-Énimie nos gustaba (las expectativas fueron ciertas), y por el otro, nos enteramos de que habíamos dejado el almuerzo sobre la mesa de la cocina. Feliz domingo de ayuno.

Sin perder tiempo, nos pusimos recorrer el casco antiguo en compañía de un adorable gato color miel. El mapa del lugar indicaba que había 16 puntos interesantes para visitar, los cuales aparecieron a medida que avanzábamos por el suelo adoquinado. Las construcciones de piedra caliza parecían un tanto formal, pero en realidad creaban un conjunto artístico extraordinario para el ojo del observador. El cambio de orientación de los pedruscos marcaba el final de las paredes y el inicio de los caminos, las tejas negras resaltaban los colores claros y todo ganaba armonía con las aberturas de madera decoradas con elementos de hierros, patas de animales o flores secas.

Visitar Saint-Énimie es básicamente dejarse llevar por ese laberinto de callejones sin miedo a perderse ni olvidarse ningún punto interesante. También existen senderos que penetran los acantilados frondosos y persiguen el curso del roo dejándote en otras aldeas (Bolsset -a 4 km-, Castelbouc -a 7 km- y Saint-Chély-du-Tarn -a 5 km-).

SAINT-CHÉLY-DU-TARN

Cuando pensábamos que nada podía sorprendernos más ese día, apareció Saint-Chély-du-Tarn al otro lado del puente. La imagen estaba compuesta por un suave acantilado que albergaba escasas casas de caliza y una pequeña cascada con diferentes alturas que surgía por debajo de un antiguo molino. En las piedras crecía un verde musgo y su intenso color agregaban un toque más surrealista a la imagen. Finalmente, se formaban chorros de agua revuelta que parecían ser tupidas cortinas blancas desembocando en el río verdoso. El paisaje podría ser tranquilamente una página ilustrada de un cuento de fantasía, solo faltaba algún personaje mágico y el arcoiris.

Antes de cruzar el puente ya teníamos más de 8 fotos a Saint-Chély-du-Tarn y al caminar por sus calles, la tranquilidad del lugar invadió nuestro cuerpo. En ese estado nos pusimos a pasear: atravesamos el pequeño río acanalado que formaba la cascada, husmeamos los jardines de un restaurante cerrado y llegamos a la vieja capilla de Notre-Dame de Cenaret. Ese lugar logró despertar nuestro interés al estar construido debajo de la roca que formaba la entrada de la cueva donde había un lago subterráneo.

Habiendo paseado por todas las calles del pueblo, estábamos listos para el gran salto, es decir, contemplar Saint-Chély-du-Tarn y la garganta del río desde la altura. En el mirador, esa extraordinaria vista panorámica llevó a volar a nuestra mente y nos encontramos en la imaginaria situación donde hacíamos un camping salvaje, cocinábamos en una fogata y mirábamos las estrellas en la noche oscura antes de acostarnos. Después de toda esta paja mental, nos despedimos de Saint-Chély-du-Tarn.

CIRQUES DES BAUMES Y POINT SUBLIME

Persiguiendo la línea del río llegamos a Cirque des Baumes. Si bien se podría decir que toda la ruta enmarcada por el Tarn es escénica, esta zona es particularmente especial. Parece esculpida a mano por la naturaleza misma y a su vez, entran en juego los movimientos del aire, las lluvias y el cambio de temperaturas marcando los detalles. La erosión del paso del tiempo hizo una obra de arte en este sector. Sus mejores dibujos todos reunidos para dar fe de que es un gran artista.

El Point Sublime es un punto panorámico creado para apreciar toda esta belleza desde arriba y poder contemplar a escala real, de toda su plenitud. Se pude subir caminando (el sendero inicia en la ruta y hay un cartel que lo indica) o bien en auto. La caminata es dura al ser empinada, pero a la vez, es de lo más agradable. Es un lujo que la mayoría se puede tomar, porque hay una vista genial desde el comienzo hasta el final, entonces como de normal se tarda 1 hora en llegar a la cima, alguien que no está en buen estado físico puede tomar toda una mañana e ir parando cada vez que lo necesite sin tener miedo de que de regresar de noche.

La recompensa de ir caminando es que podés desviarte (casi al final) para visitar unas cuevas gigantes y súper profundas que fue habitada en épocas lejanas. Las paredes tienen formaciones extrañar y van cambiando de colores. Empieza siendo más blanca, adornadas con alguna que otra planta de hojas diminutas y musgos bien verde por donde caen lentamente gotitas totalmente cristalinas. Después, en las zonas más húmedas hay manchas de distintos tonos de color café con leche. Va desde el medio y medio hasta el de, todo leche y una lágrima de café. También había otra cueva a pasos de distancia, estaba formada por un ambiente muy grande con un hueco en el techo perfecto para que saliera el humo de la fogata.

Desde arriba, en el Point Sublime, se veía todo. Todas las cosas que había alrededor tuyo antes de empezar a subir, lo podías ver. Estaban el río, el suelo marrón de hojas descompuestas, los árboles pelados con finas ramas secas y los pinos verdes como en todas las temporadas.

PAS DE SOUCY

“(Ne) Pas de soucy(IE)” No hay problema. Resulta que, a algún ingenioso de esos buenos del marketing y la publicidad, decidió ponerle a este sector de la carretera este nombre, Pas de soucy, para que resaltase en los mapas y provocase en los turistas la reacción de parar a ver que hay.

Esa cosa tan misteriosa que hay para ver es el sector más angosto del cañón, donde el lecho del río alberga inmensas rocas que se desprendieron de los acantilados.

LE ROZIER

Ahora bien, es el momento de la aparición del segundo cañón que está mencionado en el título del post. En Le Rozier se puede ver la unión de los dos ríos, del Tarn (el que veníamos persiguiendo) y el Jonte (el que nos encontramos).

Del otro lado del estrecho, pero alto puente de arcos de piedra, comienza un sendero para llegar a lo alto de la garganta y ver la desembocadura de un río y el engrosamiento del otro para llegar con más fuerza hasta el final.

Al principio de la caminata toma protagonismo el pueblo de Le Rozier, que, con la ayuda de un banco de plaza recrear un ambiente relajado para una linda vista panorámica. Desde allí el pueblo exhibe su mejor cara, ese ángulo perfecto para la foto y desde donde nadie discute que se trata de un sitio de apreciable belleza.

La siguiente parada es en una amplia parte plana ubicada a gran altura, desde donde se puede observar la coalición de los ríos, los dos puentes de piedra (uno derruido), los acantilados que forman los 4 extremos de los cañones, los pueblos perdidos y las formaciones rocosas también llamativas.

Subir a la cruz, ya es para los que están más motivados, porque la visión no cambia tanto como los obstáculos del camino. Para empezar, tenés que no haber llegado tan cansado arriba (o haberte tomado el tiempo suficiente para reponer tus energías), después, confiar en las escaleras de hierro y las sogas que cuelgan de la roca porque por ellas vas trepas. Y, para terminar, no sufrir de vértigo ni tenerle miedo a las alturas. La sensación de abismo se siente de pleno en la punta con la cruz.

El último punto que completa el recorrido (o al menos el que nosotros hicimos) es un sitio aún más alto que la cruz. Es en el pico de al lado, por lo cual hay que descender un poco del cerro de la cruz y pasar al otro. Después de una caminata sencilla y un tramo con cuerda accesible, se llega a otra cima, pero esta vez para admirar el cañón del Jonte desde más adentro y ver el del Tarn a lo lejos.

Todas estas caminatas, si bien cansan, valen mucho la pena y no son muy largas, así que uno puede dedicar varias horas a hacerlas sin problema, sólo hay que acordarse de llevar comida, agua y protegerse del sol, viento y frío.

CASTELBOUC

Castelbouc realmente no lo conocimos. No pusimos ni un pie en ese lugar, nuestro auto no recorrió sus calles y tampoco esperó nuestro regreso a un costado del camino. A Castebouc lo observamos desde la distancia, desde el otro lado del río, en un mirador alto que forma parte de la ruta. Así que, aunque lo hayamos contemplado durante más de una hora y podamos describirlo perfectamente, técnicamente no lo conocemos.

Castelbouc es un pueblo que parece estar abandonado, las 20 casas que conforman la aldea se aferran al acantilado de piedra caliza al otro lado del río Tarn. Está conectado a la ruta principal por un puente que durante las épocas de crecida está debajo del agua.

Para rematar esta belleza de paisaje retocado por el hombre, existen un castillo que descansa sobre una roca empinada de 60 m de altura y de difícil acceso.

Según cuenta la leyenda, durante las cruzadas todos los hombres del pueblo se fueron a la guerra, excepto el Señor de Castelbouc. Siendo el único de su sexo en la aldea, decidió satisfacer los deseos de todas las mujeres y niños que quedaron y de los visitantes que llegaban. El hombre se esmeró muchísimo para lograr su cometido, trabajó día y noche, hasta que su cuerpo dijo basta y murió de agotamiento. El final de la historia es que la noche siguiente después de su muerte, los pueblerinos vieron su alma o fantasma (varía según quien cuenta la historia) con forma de cabra volando sobre el castillo. Desde entonces, la fortaleza adquirió el nombre de Castelbouc y dicen que por las noches se escuchan balidos y murmullos.

Después de esta conmovedora y extraña historia, solo me queda agregar que también existen unas cascadas en Castelbouc a las que se puede llegar caminando, pero desde la distancia no las vimos. Ahora sí, fin del post.


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